LECTURA COMPLETA DE LA NOVELA " EL MOTO " PARA LOS ESTUDIANTES DE DÉCIMO DEL LICEO NOCTURNO DE DESAMPARADOS.
Joaquín García Monge
Es una de las figuras más insignes de historia de la
literatura de Costa Rica. Su novela El moto tiene un carácter fundacional, pues
ha sido considerada por muchos como la primera novela costarricense y, por lo
tanto, el punto de partida de la literatura de ficción de este país.
Nació en Desamparados, San José (Costa Rica) el 20 de
enero de 1881. Tuvo a cargo diversos puestos públicos, la mayoría relacionados
con la educación, campo en que destacó por sus ideas, muy de avanzada en aquel
entonces. García Monge es considerado el precursor de la literatura
costarricense y uno de los más grandes reformadores de la educación de ese
país.
También es de suma importancia la labor editorial que
realizó desde el Repertorio Americano, revista en la que se ventilarán
problemas sociales y políticos de toda América y que le ha dado a García Monge
fama continental.
Estudió hasta la secundaria en el Liceo de Costa Rica.
En 1899 obtuvo por suficiencia el bachillerato. Al año
siguiente fue maestro de escuela en el Edificio Metálico, en San José. Luego
1901 es propuesto para estudiar en el Instituto Pedagógico de Santiago de
Chile, concluyendo en 1904. Ese año vuelve y trabaja como profesor de
castellano en el Liceo de Costa Rica, durante seis meses, porque el gobierno de
Ascensión Esquivel lo califica de subversivo y anarquista. Al año siguiente un
nuevo gobierno lo vuelve a colocar como educador de secundaria hasta 1915,
porque es nombrado profesor, y después director, de la Escuela Normal.
Los hermanos Tinoco llegan al poder en 1918 a través
de un golpe de estado y destituyen a Joaquín García Monge de ese puesto.
Entonces viaja a Nueva York buscando apoyo para producir una revista cultural.
A la caída de la dictadura de los hermanos Tinoco
(1919), el nuevo gobierno democrático lo nombra Ministro de Educación. Ese año
comenzó a publicar por sí mismo su revista Repertorio Americano.
Por otros vaivenes políticos llegó a ocupar la
Dirección de la Biblioteca Nacional, durante 16 años, hasta que (también) fue
destituido por el gobierno de León Cortés Castro.
Pensador e intelectual activo, participó junto a María
I. Carvajal (conocida como Carmen Lyra) en la fundación del Partido Alianza de
Obreros, Campesinos e Intelectuales (1929), partido que se considera el primer
partido ideológico de Costa Rica, que se disolvió para darle paso al Partido
Comunista de Costa Rica (1931).
En 1935 la Sociedad de Naciones lo invitó en calidad
de observador a Ginebra.
Sus últimos años los dedicó a la militancia política y
sobre todo al trabajo de edición de su Repertorio Americano que
estuvo publicándose por casi 40 años, hasta su muerte el 31 de octubre de 1958.
Seis días antes la Asamblea Legislativa lo nombró Benemérito de la Patria.
Sus obras principales son: El moto (1900), Las hijas del
campo (1900), Abnegación (1902), La mala sombra y otros sucesos (1917), Tres
novelas (1959), Una Extraña visita.
“EL MOTO”
Costumbres
Costarricenses
I
Era Desamparados por
entonces un barrio de gamonales en su mayor parte, vecindario escaso repartido
en unos cuantos caserones sembrados sin orden aquí o allá. Calles tiradas a
cordel únicamente tenía las que formaban el cuadrante de una ermita sucia de
forro, con las paredes sin encalar; por lo demás, una red de veredas al través
de potreros y cercados le servía de comunicación con los pueblos limítrofes de
Patarrá, las Cañas ( hoy San Juan de Dios ), Palo Grande ( San Rafael actual )
y un camino extenso conducía al viajero a la vecina aldea de San Antonio.Por
obra y gracia de algunos y de común acuerdo con el venerable Cabildo
Eclesiástico de San José, el barrio había echado en olvido su primitivo nombre
de Dos Cercas, para ponerse bajo el patronato de la Virgen de los Desamparados,
la cual vivía a la sazón -sin perifollos en la vestidura- en el santuario dicho
y ocupaba un altar, sin más adorno que las flores llevadas por sus
feligreses.Nada desamparados anduvieron, por cierto, nuestros abuelos: los
maizales y frijolares se iban arriba con un vicio que hoy se pagaría por verlo
-como dicen añejos restos de aquellas generaciones- ; los ganados se criaban
retozones en los potreros y anualmente las trojes se llenaban de bote en bote.
La posición topográfica
del barrio, magnífica de todo punto: situado a no larga distancia de las
montañas que por el Sur y el Este lo rodean, por aquellos días ostentando el
lejo de los bosques y hoy desfiguradas por el tijereteo de los cañadulzales,
los marcos que señalan la división de potreros y bienes, y por las abras y
zocolas; sin riesgo de que un viento se viniese revoltoso barriendo
habitaciones y sembrados, ni de que un río se botara afuera y de un sorbo se
tragase cuanto había.Item más.
La sociedad un tanto
patriarcal de aquellas gentes, sujetas las voluntades a la del cura don
Yanuario Reyes; por hombres de pro, el señor Alcalde y el no menos
respetabilísimo señor Cuartelero -el Juez de Paz de antaño con las
prerrogativas de hogaño-; señorón y medio lo era el maestro de escuela don
Frutos y no menos encogollados lo fueron, tanto por su posición holgada, cuanto
por el temple de carácter, tres o cuatro ricachos campesinos.Uno de los cuales
era don Soledad Guillén.
Su casa, de techumbre empotrada sobre
retorcido horconaje y paredes de un relleno macizo de adobes, hallábase situada
en un altozano y a pocos pasos de los ríos Damas y Tiribí.
La tarde en que esta
historia comienza, vísperas de la Concepción por más señas, era de harto trajín
para los habitantes del barrio, pues una costumbre inmemorial los traía en
carreras.La luminaria de don Soledad era de lo más concurrido.
Vistoso panorama
ofrecía su casa, visitada por un sinnúmero de campesinos, enamorados hasta el
tuétano y atraídos por las mozas que afluían por la tranquera de entrada,
guapetonas ellas, cual más, cual menos airosa, cargando a los cuadriles hojas
secas de plátano.Interin, los labriegos, trayendo también su acopio de hojas de
caña, aprovechaban las horitas muertas, robadas de cuando en cuando a sus
labores diarias, para pescar, ya de un modo ya de otro, un meneo de cabeza, de
esos que las novias saben dar tan bien y con esto un relampagueo de pasión.
Don Soledad se descoyuntaba en cumplidos con
los señores de más copete, sentados en aquel momento en los toscos escaños del
corredor, observando el animado bullicio de la muchachada -según decía el
maestro don Frutos- a quien con sus asomos de regocijo, los ojos se le iban
detrás de los rústicos y mozuelas, discípulos de otros años y a los cuales
quería como hijos.
La luminaria empezó por
fin: los jóvenes de ambos sexos puestos en cuclillas a ambos lados de una vara
y con el brío de los dieciocho veranos, amarraban con presteza rollitos de
hojas, cruzándose a medias cuartetos almibarados.
De entre aquel puñado de cabezas, salía de
rato en rato una carcajada general motivada por las bromas del más atrevidón y
la sangre se agolpaba en oleadas a las mejillas de las núbiles labradoras, al
escuchar los requiebros de los mancebos.
Aclamado por un tata
agüelo, tata agüelo, apareció en la solana un viejecito tembloroso, con su
chaqueta de cuero de diablo lustrosa como un espejo, sus pantalones ajustados a
unas piernas arqueadas que movía lentamente: era don Soledad.
Enternecido por el recuerdo de tiempos mejores
lanzó un grito prolongado, seguido por los de los concurrentes: reventó cuantas
bombas y cohetes pudo y acercándose a la luminaria -clavada ya en tierra y con
sus hojas tendidas oblicuamente- la aplicó el fuego de un candil. El abuelito
-después de separarse de sus buenos amigos- entraba minutos más tarde a su
cuarto y pasándose la palma sudorosa de la mano por sus ojos lacrimosos,
concluyó por canturrear:
"Siempre
pa la Conceición
ha de haber ceniza en el jugón".
ha de haber ceniza en el jugón".
Terminado el murmullo
de las familias y convidados al despedirse, la casa quedó en silencio. Afuera y
muy cerca de la capilla de la Virgen, se desprendía a ratos un güipipía,
güipipía; eran las explosiones amorosas del Moto, anunciando a su novia que ya
iba lejos.
II
¡Ay de quien le hubiese
sorprendido en aquellas ocupaciones! se habría llevado un redoble de
pescozadas, así hubiese sido el mismísimo Presidente de la República o su más
íntimo amigo don Sebastián Solano.
Esparrancado en un
cuero, con el espinazo en arco como el de un gato sentado, las antiparras -de
vidrios azules montados en armadura de madera negra- encajadas sobre el lomo de
las narices, se hallaba don Soledad, contando las ganancias del año y con los
ojuelos verdes y hundidos refijos en los montoncitos de reales, escudos y
medios.
El vetusto lugareño,
vestido con una camisa blanca en otros días y ahora tirando a semejar de zaraza
por las manchas, y con los pies metidos en zapatones de capellada abierta,
hablaba entrecortado y valiéndose de los dedos para llevar el cálculo: -Un
rial, dos riales, tres... diez riales, vengan p´acá. Un escudo... dos... cinco:
a ver un escud... dos... cinco... y diez: éstos caminen p´allá -y poniéndose en
pie agregaba un grupito a la hilera que se extendía en una larga mesa.
Así pasó todo el santo día, sin asomos de
probar bocado, echa y más echa con fruición, las monedas en mochilas de cáñamo
teñido y con las orejas sin repliegues atentas al menor ruido. Y cuando la
tarde se vino encima, el gamonal, apeándose las antiparras y restregándose los
ojos, -así que hubo asegurado las cerrajas que custodiaban las riquezas en una
alacena- y después de un prolongado bostezo, salió por los amplios corredores a
respirar el aire, que en bocanadas se dejaba venir fresquito y cosquilloso de
los potreros.
Con aire patriarcal y
rezando una oración de gracias a Dios, se dio una vuelta por la casa: echó
primero una mirada a las trojes, de allí al trapiche y se informó si los yugos
y aperos de labranza se encontraban en su lugar; anduvo por el corral, pasó
cerca de los chiqueros; tendió su vista por los campos y notó que los ganados,
pasado el ramoneo del día, íbanse llegando a buscar el calorcito de la casa;
miró a los vecinos del barrio que allá, en el bajo, cogían el agua del Tiribí y
en cambio a la del Damas ni caso le hacían, porque según las creencias vulgares
era salada.
A poco, con semblante
algo mohíno y ya de regreso, desató la hamaca, que hecha un nudo colgaba de un
extremo a otro de la sala y tendiéndose a la bartola, acomodó su rancia
humanidad en la red de cáñamo.
De pronto alzando la
cabeza dijo: -Miquela, el tibio y la rellena.
A la orden estuvo doña
Micaelita, su esposa, de cuerpo echado delante y enaguas a media pierna, con
una batidora de chocolate y una tortilla de queso.
Temblando se acercó a su marido: ¡si bien
sabía la pobre los berrinches que en tales ocasiones se gastaba Soledá! Apenas
el chicharrón desde un árbol cercano hubo anunciado las seis de la tarde e
impuesto silencio al infierno de chicharras, que se habían llevado todo el día
reventando los oídos con su fastidioso arruuuu, arruuuun, don Soledad
rebulléndose en su hamaca, dijo con acento perentorio:
-Al rosario, muchachos.
Bien pronto, se agruparon los gañanes, mansos como bueyes, y en voz alta
rezaron el rosario que don Soledad seguía.
Sin chistar palabra y pendientes de las
miradas del gamonal, uno a uno fuéronse retirando a su tabuco, entre los muchos
que había hacia el costado derecho de la casona.
Cada peón desarrolló su
cuero, puso por almohada un palo de balsa envuelto en trapos y abrigándose en
su chamarro se tendió a dormir con la más perfecta tranquilidad. Don Soledad, a
su vez, echado en su rústico camastro, pasó un rato en vela, pensando en sus
negocios. ¡Hombre aquél, para quien la
exigencia y el orden marchaban aunados! ¡Férrea mano que sujetaba muchas
cervices! Varón virtuoso -que lo mismo se iba caballero sobre una mula de esta
finca a la otra- como ocupaba el puesto de Alcalde o de Cuartelero cuando se
ofrecía! Igual cosa era para él -irse con un par de alforjas al pico de la
albarda y otro en la grupa de su cabalgadura, llegar a los sitios y con sus
manos agrietadas esparcir en las piedras la sal y gritar: tom, tom, tom,
llamando a los animales -como ponerse de rodillas, quitarse el sombrero y rezar
al compás de los golpes de pecho, tres veces el ¡Ave María! -sin atender a
horas ni a lugares- en el momento de Alzar en el sacrificio de la misa. ¡Y tal
hombre era ni más ni menos que el padre de Cundila Guillén!
III
¡Ave María Purísima!
¡Ave María Purísima! ... exclamaba don Soledad desde su camastro, a las cuatro
de la mañana del día siguiente, arrebujado aún en su cobo, con la cabeza ceñida
por un pañuelo y con las manos llevadas a la frente. -Gracia Concebida. Gracia
Concebida. -respondió doña Micaela, luego Cundila y Rafael: por los cuartos
sólo se oía el rumor de todos los peones contestando: Gracia Concebida. El
gamonal ensartóse los pantalones y los chanclos y publicó tres veces:
Todo el
orbe cante
con gran voluntá
el trisagio santo
de la trenidá:
Santo, Santo, Santo
es Dios de verdá
siendo trino y uno
con toda igualdá
con gran voluntá
el trisagio santo
de la trenidá:
Santo, Santo, Santo
es Dios de verdá
siendo trino y uno
con toda igualdá
Las últimas palabras se
las cogió doña Micaela, para seguir cantando el trisagio otras tantas veces,
ínterin se ajustaba al cuerpo las enaguas y ponía en su lugar las gargantillas
y escapularios que de su cuello pendían. -Santo, Santo... Viva Jesús, viva su
Gracia... -repitieron Cundila y la india Chon, inseparables siempre, llegando a
la cocina, donde iba a preparar el desayuno para los trabajadores.
Así empezaron, pues,
las tareas cotidianas. En los patios algunos de los gañanes pasaban y repasaban
la hoja de los cuchillos, machetes y hachas por el mollejón; otros se hacían
por las coyundas; cuáles, arremangándose las perneras, se las ligaban con un
cordel a las canillas.
Con ser aquel lunes el
primero del mes de marzo y observando la costumbre largos años implantada, los
dos hijos mayores sacaron el ganado de los potreros para llevarlo a tomar las
aguas tibias y salobres. Don Soledad y las cuadrillas de peones que a su
servicio tenía, se repartieron las tareas. Rafael y otros cuantos ataron las
terneras, para quitarles las marañas pelosas de la cola y hacer de ellas los
durables cabestros. Esto, cuando no había que poner la marca candente en las
ancas de los animales jóvenes; ¡operación difícil, en la que hubo de tenérselas
tiesas con el gamonal!
¡Cuántas ocasiones ya la becerra tirada de costados, por el descuido de alguno, se levantaba mugiendo y repartiendo cornadas! Entonces, pobre del que flaqueó: con tres varillazos le aseguraba don Soledad su dolorcito de espalda, dos días por lo menos.
¡Cuántas ocasiones ya la becerra tirada de costados, por el descuido de alguno, se levantaba mugiendo y repartiendo cornadas! Entonces, pobre del que flaqueó: con tres varillazos le aseguraba don Soledad su dolorcito de espalda, dos días por lo menos.
Como a las ocho de la
mañana de aquél, un mozo de agradable catadura, salió de su casa -sita, por más
señas, detrás de la parroquia- a cumplir sus obligaciones diarias.
En la zurda llevaba
unas cuerdas y apurando el paso decía de corrida:
-A recoger el diezmo por San Antonio; y
brincando de alegría como un ternero, se perdió por entre los charrales, para
dejarse ver minutos después, tirando del cabestro de dos mulas barrosas. Cruzó
el saludo de costumbre y el mozo, como entendido en su oficio, metióse por los
cuartos traseros de la casa de don Soledad, sacó las enjalmas de ambas bestias
y puso sobre cada una un par de árguenas y dándose una vueltecita por la
cocina, dijo: -Hasta luego. -Sí, hasta luego -contestó doña Micaela.
-Dios lo lleve con bien -añadió Cundila, clavando unas miradas de las que ella tenía, al mancebo simpaticón, el cual repuso a su torno: -Amén.
-Dios lo lleve con bien -añadió Cundila, clavando unas miradas de las que ella tenía, al mancebo simpaticón, el cual repuso a su torno: -Amén.
Y atizando dos
traillazos a cada acémila, salió a pedir el diezmo.
De acuerdo con Cundila, el guapetón silbó
antes de salir a la calle una canción amorosa; a las doscientas varas siguió la
ruta para San Antonio. -¿Hay diezmo? -preguntaba de casa en casa, secamente o
con un cuarteto oportuno a renglón seguido, por lo común. -Sí, aguárdese un
poquito -respondían de adentro- y vengan de aquí diez tapas de dulce y vengan
de allá doce cuartillos de maíz y seis de frijoles.
Cuando tuvo rebasados los canastos de
ofrendas, -el diezmo de la cosecha de don Soledad, mediante un contrato, se
obligó a mandar a San José- el muchacho regresó a los Desamparados. A poca
distancia de la casa cantó:
Ya con ésta
me despido
florecita de cubá
que no hay cosa más amarga
que un amor sin voluntá.
florecita de cubá
que no hay cosa más amarga
que un amor sin voluntá.
Y en la despensa,
Cundila al escucharle, decía con el retozo que se le escapaba por todas partes:
-¡Oh, loquillo de José
Blas, ya está de vuelta!
IV
José Blas era su nombre
de pila, de acuerdo con don Yanuario, los tatas, el padrino y algunos
allegados. Aún no le habían despechado, cuando murió su padre, un campesino
buenote y como Dios manda, escaso de haberes, mas una chispa para el trabajo, a
consecuencias de una fiebre pescadita allá por las Salinas, es un verano que
pasó con don Soledad haciendo algunos contratos de tercios de sal.
La madre por de pronto,
continuó viviendo junto con su hijo de los almuerzos que de la vecindad le
enviaban, amén de los realitos ganados en rezos, para los cuales es fama que se
pintaba, porque poseía un memorión bárbaro para aprender cuanto en letras de
molde se escribió, sobre trisagios y letanías. Por lo demás, sus congojas eran
muchas, sobre todo en las noches por la escasez de luz. Hartas veces tuvo que salir
a la calle alumbrada por un tizón encendido o cuando más por un sartal de
higuerillas: el candil y la vela de sebo, eran un lujo que apenas se gastaban
los ricos como don Soledad. Un día, como por ensalmo -cansado Dios sin duda de
verla tan acoquinada en este mundo- la mandó unos ataques del corazón y al
contar tres, no hubo más, y la señora Nicolasa, pues así se llamaba, arrolló
los petates para el otro barrio, y la miniatura de José Blas, con seis años
justos, fue entregada a su padrino don Sebastián Solano. Se crió José Blas algo
canijo, con los perfiles de su madre, a la cual no le perdió patada -en el
sentir del clérigo don Yanuario. Cuando entró a la escuela, alguno de sus
compañeros, con atisbos de encono, le llamó el Moto y así se prosiguió apellidándole
dentro y fuera de su casa.
De la cual salía luego
de asearse lo conveniente y en unión de sus amigos echaba a andar, repitiendo
en coro el Dios te Salve, hasta llegar a la escuela, donde se elevaba a Nuestro
Señor la oración de entrada.
Era el maestro don Frutos un hombre descalzo, metido de piernas en unas bragas azules amarradas a la cintura por una banda de redecilla morada; una chaqueta cerraba su busto corto y apretado; tirando a mestizo, tenía los carrillos lucios e inflados como los de un trompetero, el mostacho de pelambre ralo y tieso como el de un gato, la melena lucia, sin una cana y partido en el medio por una raya hecha en la cabeza. Setentón era él, con una musculatura envidiable y muy potente para alzar de las orejas, hasta hacer ver a Dios, a cualquiera de sus alumnos. Los cuales a la sazón ocupaban toscas bancas y escribían en hojas de plátano y sobre las rodillas; por única pluma la del chompipe unos, la del zopilote otros, y por toda tinta el jugo del ojo de buey cele.
Don Frutos, maestro y
sacristán, vivía muy campante entre sus discípulos, mozos todos en el verdor de
los años, sanotes en su mayoría, quienes bien pronto dejarían aquel cuartucho
largo y bajo de techo como una caja de fósforos, de suelo hecho rajas y
costurones, de paredes viejas y con grietas -a modo de muecas- por donde salía
a tomar el sol tal cual lagartija. Pues digo que aquellos muchachos contaban ya
pocos días para no respirar más el aire tibio del camaranchón escolar y partir
para sus labranzas a echarle el ojo a la moza de su gusto.
De las cuales, don
Frutos guardaba su puñado y bajo su férula, junto con los mancebos y a las que
trataba punto menos que con dureza, pues muchas de aquellas manecitas se habían
soplado tres o cuatro palmetazos de los suyos.
Don Frutos, solterón
hasta la pared de enfrente, componedor de altares y muy arrimado a la iglesia,
parecía llevar estampado en su frente ancha y de angulosas entradas: "La
letra con sangre dentra".
Y de veras que era un
esclavo de este aforismo absurdo. ¿Qué el niño no sabía una de las cuatro
reglas de aritmética ni las repetía como un loro? Allá te va tamaño reglazo por
la cabeza. ¿Que no entendía en moral? Allá te va otro. ¿Qué no leía de corrido
el Catón Cristiano o no recitaba al dedillo algún principio? Aguántese media
docena de soplamocos por la cara o tres güizaros por las orejas. ¿Que alguno
hacía de las suyas? Ándese por ahí y en un extremo del aula le ponía de
rodillas sobre granos de maíz, con los brazos abiertos y una piedra en cada
mano.
Los viernes llegaba don
Frutos a la clase con un semblante alegrón -como que era el último día de su
semana escolar- y aguardaba antitos de las nueve a sus discípulos, quienes
junto con el Catón y el almuerzo, traían el punto. ¡Ah! ¡El punto! ¡Dios los
librara! , si hubiesen llegado sin él a presencia del maestro, como quien dice,
sin naranjas uno, sin dulce y bizcochos otros.
Entonces recogía los
vales que durante la semana habían recibido algunos de sus alumnos, en cuanto
del cuidadito que se tuvieron de llevarle el punto, de antes y con antes.
Al mediodía, don
Frutos, saliéndose al umbral de la puerta y con la diestra sobre las cejas,
miraba la carrera del sol calculando que serían las doce, después de las
palmadas y el rezo de salida, hacía desfilar a sus discípulos, quienes
marchaban para sus casas cantando el Santo Dios, Santo, Santo.
En esta escuela pasó
José Blas hasta los catorce años. Después se le consideró en el pueblo como un
poeta, un cancionero gracioso que desde chiquillo bailaba como el que más y para
endilgarle un cuarteto a cualquiera era nones.
Así, pues, cuando algún
amartelado quería halagar a la novia que habitaba por Cucubres o por las Cañas,
buscaba uno que tocara la tinaja, otro la vihuela y quien acompañara con los
caites y a José Blas para que soltase cuanto encerraba en verso dentro de las
paredes del cráneo. El se ganaba la palma y a él se le prefería en los turnos,
bailes y fandanguillos. Por esto y nada más, don Soledad habíalo dedicado a
pedir el diezmo, por la gracia con que lo hacía.
José Blas a la sazón no
tenía más amparo en el mundo que su padrino. La viejecita Avendaño, tía de don
Sebastián y amiguísima de la que fue Nicolasa y con la que era como la uña y la
carne, solía tratarle muy bien y decíale una vez que otra:
-¡Jesús, hijitico, ni
cosa más parecida! ¡Si sos el retrato de la dijunta Colasa!
Tocaba ya los veintidos
años y un ser no más era su encanto, por lo cual no se había ido a buscar una
fiebre, por la costa y a cuyo recuerdo la muerte de su madre no le abatía por
completo; para ese sólo iban sus requiebros de amor y por él, lo mismo recogía
puntualmente el diezmo, como echaba abajo un árbol de la montaña.
Y era el tal ser
Secundila Guillén, Cundila por cariño.
V
Las lluvias primeras
habían caído: del suelo se exhalaba un vaho de remojada tierra; empezaban ya a
verdeguear los prados, y a brotar los botones en los ramajes de los árboles y
las Lágrimas de María por los cercados y el pasto tierno a puntear en los
potreros.
Con ser el día tercero
del mes de mayo, las gentes del barrio realizaban su devoción por la Santa Cruz
y tenían arrimaditas al pie de los pilares de la solana, cruces de plátano y de
madera, adornadas de cuantas flores dio la vega.
El sol ya rato salió y
se dejaba sentir un calorcito fatigoso: de los platanares se desprendía un
tenue vapor; las vacas ordeñadas tempranito, se arrimaban a lo largo de la
cerca en actitud soñolienta.
Doña Benita Corrales,
hermana de madre de don Soledad, pasaba por una de las viejas más devotas y
acomodadas de los Desamparados.
Vivía sola, entregada a
sus oraciones, al cuido de sus gallinas y demás quehaceres, Gran admiradora de
los curas, manifestaba harto celo por todo lo que fuese solemnidades religiosas
y según hablillas del vulgo, muy delicada para eso de velas, rosarios y otras
alegrías populares. Iba únicamente a la ermita gastándose un airecito
refunfuñón, sin detenerse a chismear con los vecinos, ni cruzarse más que los
"buenos días le dé Dios" y éstos, muy secos e indiferentes.
Entrada en años, pero
sin atisbos de canicie, recorría sin orden su cara desde la frente hasta el
cuello, una de surcos, de los cuales dos eran tan profundos que partiendo de la
barbilla subían por el labio inferior hasta la nariz; a esto se debió que de
diario hiciese una mueca marcadísima.
Consistía su mayor gozo
en el empleo de gran parte de su dinero en pólvora, condumios y lo demás para
adorar la memoria de la Santa Cruz. De tal modo que su casa en aquel día, era
punto menos que la de su hermano en las vísperas de la Concepción.
La casa de doña Benita,
plantada en un extremo de la plazoleta ofrecía a la vista ventanas voladas con
rejas de madera, puertas que giraban sobre ejes cortos y jardines a los
costados.
Varias cruces pintadas
en forma de franjas blancas, rojas y amarillas, pendían de las paredes y eran
allí el único ornato: otras hechas de piñuela en sazón y cubiertas de chinitas,
componían los regalos a la señora.
La sala era espaciosa.
A un lado una mesa hermoseada: de sus bordes salen ramas de uruca en arcos, y
de los ramos penden flores encendidas. En el fondo y como acurrucada entre la
verdura, con abundancia de ribetes -como hecha de encargo-, la cubre el cuerpo;
enaguas rameadas y con estrellitas, se ajustan al extremo inferior. Agréguese a
esto algo que resalte, una tela chillona hecha un bulto redondo y puesta en la
parte superior y tendremos una copia de esas muñecas de trapo que usan las
niñitas y por la cual tienen veneración profunda los campesinos
Por añadidura: un pañuelo con pájaros caído hacia delante y encima de los brazos de la cruz y unidas a las puntas por una espina, le viene de rechupete.
Doña Benita, que de
curiosa peca, ha colocado a guisa de gargantilla y junto con un rollo de
cadenas, un rosario tradicional de cuentas de vidrio azul, con mexicanos y
cortadillos de por medio.
Los gañanes se han
entrado por los patios y corredores, como Pedro por su casa. Al pie de un
mango, crecido número de hombres hacía rueda a dos, que apoyados en la pierna
izquierda, jugaban a la tabla. Cuales más devotos están tragándose los rosarios,
seguidos por un anciano de hablar gangoso, que tiene en la zurda tamaña sarta
de cuentas de San Pedro: va enumerando los misterios.
Doña Benita, ora se
dirigía a la despensa y sacaba un puñado de rosquetes de un baúl enorme, para
dárselo a hurtadillas a una de sus comadres, ora apuraba a las muchachas de su
servicio. De las cuales dos asomaron por la puerta de la cocina, muy agitadas y
con la cara hecha una sonrisa.
-Por las cuartetas que
en el trapiche te echó, da a conocer que te quiere mucho. Pobrecillos, viste
cómo se jueron detrás de nosotras hasta el riu.
-Sí. Lo malo es tía Benita, bien sabés lo brava que se pone -respondió Cundila.
-Adió. Si hoy ni se conoce de buena; si hay que hacer una raya en el cielo.
-Esta noche en el fandango vas a ver qué contestadillas pa José Blas.
-Sí. Lo malo es tía Benita, bien sabés lo brava que se pone -respondió Cundila.
-Adió. Si hoy ni se conoce de buena; si hay que hacer una raya en el cielo.
-Esta noche en el fandango vas a ver qué contestadillas pa José Blas.
Y al decir esto,
Cundila agarró la cara de su amiga, le imprimió un beso y dos palmotazos por un
cachete y desapareció por entre los cuartos.
VI
Bien decía el padre
Yanuario: -"Bonitas las mañanas de abril y las noches de octubre". Y
aquélla con ser una noche del mes de mayo, no le iba en zaga a las anteriores;
aquí abajo los campos respirando frescura y sosiego, y el Tiribí llevando la
nota más alta del barrio al quebrar su corriente contra los pedrejones de su
lecho; allá arriba el cielo limpio y azul, amplio escenario que servía de paseo
a la luna, por entonces asomándose en la escotadura de dos jorobas, con su faz
llena y radiante; las nubes formaban denso cendal por las laderas de las
montañas y eran marcadísimo indicio de un aguacero contenido: ahora dejaban el
valle e iban subiendo por las faldas o bien quedándose en la mitad parecían
torres en el aire -ya se encaramaban por la cumbre y, como barridas en grupos
unas detrás de otras-, a modo de grandísimos patos en desfile, si apenas le
daban tiempo a tal cual picacho, para ostentar el azul oscurón de su frente.
Si en la naturaleza
todo era quietud, en casa de doña Benita sucedía lo contrario : allí habíase
concentrado la vida alegrona de las gentes del barrio.
Bajo el toldo de las
cañas bravas al entrelazar sus copas y sobre un patio de suelo firme y plano,
se desparramaban las agrupaciones de campesinos, dispuestos a bailar hasta más
no poder.
Los músicos, a cual más
parrandero, en su asiento de guayabo, arrancaban chillidos a la vihuela y al
violín acompañados. De la masa compacta de hombres desprendióse uno y sacó sin
cumplimientos la que fue de su agrado; corrieron luego otros y tirando de las
jóvenes se prepararon a bailar. Ponían unos la diestra en la espalda y otros en
los cuadriles de la pareja, levantaban por extremo el brazo izquierdo y harto
separados, cogían una de dengues y meneos ridículos.
-¡El fandango, el
fandango! -pidieron varios pasadas las tres primeras piezas-; ¡que salga el
pueta con Cundila!
No se hizo aguardar el poeta y pareció entre el apretado círculo el mismísimo Moto, con su pelo arrollado en colochos por la cabeza, el ojo redondo y negro como el carbón, la oreja pequeña, delgado el cuello, el cuerpo enjuto y muy suelto de piernas.
Abriéndose campo y
empujada por las amigas, estuvo después la más buena moza del barrio, y en los
bailes la más espontánea. Con la frondosidad envidiable con que rompían sus
tiernas envolturas las matas de maíz por los campos, así la galanota Cundila
había desarrollado sus formas y adquirido esa redondez encantadora de una
organización bien constituida.
A la sazón vestía
ligeramente y era de verla con sus mejillas y brazos velludos, con toda la
frescura de una calabaza en agraz y con sus dos trenzas echadas por la espalda
y rubias como una melcocha de dulce.
Al rostro se le
vinieron aquellos colores, por los cuales la india Chon acostumbraba decirla
cuando la veía llegar de bañarse o de concluir alguna faena:
-Echá pa ver niña, esa
cara es una rosa completa; parece rosa de Cartago con esas pinturas que Dios te
ha dao.
Rompió la vihuela con
el fandango y José Blas, en la misma dirección siempre, daba graciosos brincos.
Cundila alzó más arriba
de la pantorrilla su enagua breve, movió las piernas y siguió a su novio. Este
danzando alrededor de Cundila, la endilgó lo que sigue:
Asomate a
esa ventana
linda cara y te veré
sacame una taza diagua
que vengo muerto de sé.
linda cara y te veré
sacame una taza diagua
que vengo muerto de sé.
Cundila debía contestar
y girando en rededor del Moto le dirigió con mil monadas esta cuarteta:
No tengo
taza ni coco
nien que dártela a beber,
solo tengo mi boquita
qués más dulce que la miel.
nien que dártela a beber,
solo tengo mi boquita
qués más dulce que la miel.
Estos, al decir de los
buenos viejos, "han quedao lucíos y tenía que ser asina, pos el pueta era
muy listo y Secundila muy vivilla".
¡Cuánto saboreó el Moto
aquellos minutos del suelto!; expansión única en sus horas de amor. ¡Qué
rigurosidad la de los padres de Cundila y no menos la de su padrino! Salvo las
miraditas que so pretexto del diezmo podía cruzar con ella, salvo tal cual
palique cambiado en las tardes de molienda en el trapiche, o en una vela o a
las orillas del Tiribí -lo demás del tiempo era de dura faena para él-. Por
esto ... ¡oh, el fandanguillo!...
Pasaron nuevas piezas y
volvieron a pedirlo. Bien pronto se vio entre todos una campesina redonda,
encendida como una chira, que marcaba el compás con las piernas. Era la novia
de Panizo y prima de Cundila. Cantó:
Ya con ésta
me despido
paradita en la corriente
sólo mi negrito tiene
colochitos en la frente
paradita en la corriente
sólo mi negrito tiene
colochitos en la frente
Panizo por apodo -sin
duda por su color moreno subido- el mejor amigo del Moto y el depositario de
todas sus confidencias, turbado por la gallardía dominadora de su pareja,
olvidó la contestación y exclamó con voz entrecortada:
Ya con ésta
me despid...o
paradi...toen l´agua clara
sólo mi negrita tiene
camanances en la cara
paradi...toen l´agua clara
sólo mi negrita tiene
camanances en la cara
Ya con ésta
me despido
florecita azul celeste:
yo te he de querer negrita
aunque la vida me cueste.
florecita azul celeste:
yo te he de querer negrita
aunque la vida me cueste.
Así, cual más cual
menos, se dio el gustazo de decirle mil lindezas a su novia en aquella fiesta
tradicional de la Santa Cruz, única en el año en que se divertían de veras.
Algunos emparrandados
no poco, con el guarapo que se habían echado entre pecho y espalda, cantaban
entre piruelas versitos non-sanctos, para diversión de los concurrentes,
quienes por su parte se reían y zapateaban.
Andando un buen trecho
de la noche, el Moto partió para su casa y al despedirse de Panizo éste le
dijo:
-¿Idiay? ¿cómo le ha ido con la parrandita?-Bien que ni pa qué, mano Grabiel. Primero Dios me divertío bastante. Cundila se quedó con la tía. Hasta mañana
-Que Dios lo acompañe, hermano.
-Amén.
VII
Seis meses habían
corrido ya. Una tarde entraba don Soledad en la sala de su casa arrellanándose
en su taburete de cuero, a pierna y brazos cruzados, la cachimba yendo de una
comisura a otra de los labios, parecía satisfecho. Al verle -cambiando de
posición- con su cara menuda y limpia de pelos sobre el puño de la mano,
cogiéndose la barbilla salida y partida en dos y fijando la mirada largo rato
en una de las pieles que pendían de los cuernos metidos en la pared a modo de perchas,
se diría que un tumulto de ideas le agitaban y pensamientillos no comunes se le
escurrían por los escondrijos del cerebro.
-Conque Sebastián se
lleva a Cundila -habló por fin, dando un resoplido más de regocijo que de otra
cosa. -Gracias a Dios, todo sea su santa voluntá.
¡Cundila! ¡Cuánto le
costó a la pobre nacer! Fue el retoño tardío de ambos cónyuges, pero no se
quedaba atrás -en robustez y gallardía- a sus once hermanos.
Estos habíanse casado
ya, excepto Rafael -y por su fuerza de carácter -templado en la más rígida
doctrina- semejaban peñascos y unas fortalezas en el trabajo.
Cundila era lo que se
llama el querer de la casa. La india Chon, que desde la cuna velaba por ella,
la adoraba más que a las niñas de sus ojos y era su compañera incansable en las
faenas de la cocina y en las del campo. ¡Cuántas tardes la india zarandeó a
Cundila entre sus brazos, cuando apenas tenía encima sus ocho años, y la
entretuvo con los cuentos de la Cococa, la Tule Vieja y el Dueño del Monte!
Cundila por lo demás se
fue arriba, andando los meses, con los bríos de una potranca y en la noche del
fandango frisaba en los veinte abriles, días más días menos, es decir se
encontraba en la verdura de los años.
Con el alba se ponía en
pie: ella amarraba las vacas en el corral y con una fuerza no común apartaba
los terneros de las mamas y gustaba verla arrepollada en el suelo tirando de
las ubres henchidas; a la una de la tarde cogía los becerrillos por los
potreros; tarea suya fue la de proporcionarse aclarandito el agua del río; no
había ni en todo el barrio una que le pusiese la mano en aquello de lavar un
motete de ropa o de moler una cajuela de maíz.
Estos y otros muchos
recuerdos mascullaba don Soledad.
Media hora antes don
Sebastián Solano -el padrino del Moto- se la había pedido, previo
consentimiento de doña Micaela -con aquella franqueza que podía resumirse en
estas palabras: -Y había de crer a lo que vengo Soledá: pos a pedirte a su
muchacha; yo la jallo muy mujer en su casa.
-Todo sea lo que Dios
quiera, Sebastián; si en tus papeles está escrito que Secundila ha de ser tu
esposa, llevátela con bien-. Y era don Sebastián Solano lo que suele llamarse
un buen sujeto. Años y más años habían caído sobre su cuerpo elástico y
pellejudo y frisaba a la sazón en los cincuenta, aunque bien pudiera decirse
que aparentaba diez menos. Como todos los de su época, a los veinte años no
más, se hizo de una mujercita hacendosa y como bajada del cielo. Pero, como el
hombre propone y Dios dispone, aquella vez no anduvo muy tardado el Señor en su
decisión y de la noche a la mañana se llevó para el otro mundo a la cara mitad
de don Sebastián, dejando por herencia no poco abatimiento en el ánimo de su
marido y un diluvio de recuerdos entre las que vivió.
Canículas y más canículas pasaron sobre don Sebastián, desde entonces ocupado siempre en sus negocios de hombre rico. Un día viéndose tan solo, con sus muchas hermanas casadas, creyéndose muy redueño de sus potreros y montañas y advirtiendo qué a pelo le caía una tajada como la hija de don Soledad, se fue a pedirla y sería suya, según los perentorios designios del padre de doña Micaela, la cual echó para su saco lo que sigue: -Sebastián es muy bueno; yo me acuerdo como jué con la dijunta Trenidá. No le dio hijos, porque Dios no quiso, pero en cambios le dio más gustos...
Canículas y más canículas pasaron sobre don Sebastián, desde entonces ocupado siempre en sus negocios de hombre rico. Un día viéndose tan solo, con sus muchas hermanas casadas, creyéndose muy redueño de sus potreros y montañas y advirtiendo qué a pelo le caía una tajada como la hija de don Soledad, se fue a pedirla y sería suya, según los perentorios designios del padre de doña Micaela, la cual echó para su saco lo que sigue: -Sebastián es muy bueno; yo me acuerdo como jué con la dijunta Trenidá. No le dio hijos, porque Dios no quiso, pero en cambios le dio más gustos...
Habíala visto primero
muy engatusada con José Blas en el fandanguillo de la Santa Cruz y le encontró
cuadriles de mujer hecha y derecha; después no perdió ocasión de echarle el
ojo, disimuladamente es claro, como quien no quiere la cosa, sobre todo cuando
pasaba por su casa con los almuerzos para los peones.
Está por demás decir
que don Sebastián, un viejo frío y calculista, al principio sintió por Cundila
algo así como un cosquilleo de ternura; luego un calorcito que se le fue asentando
hacia el corazón, para ser después llamarada de amor.
Don Soledad, de común
acuerdo con doña Micaela, recibió con los brazos abiertos a este chilindrinudo
individuo y en consejo de familia, dispusieron que las bodas serían el veinte
de enero del año siguiente.
VIII
No pocos pensamientos
traían también al retortero a José Blas. Ni pizca había advertido de los
apuntes amorosos de don Sebastián: ¡insensato él, si se hubiese metido en mala
hora, en los asuntos que concernían a su padrino! Su adoración por Cundila
redobló con los días, pero una barrera se le oponía a continuar adelante: ¿Cómo
pedirla a los tatas? ¡Aquella sí era una empresa morrocotuda para el Moto!
-Sería alcanzar el
cielo con las manos -dijo -ponérmele en frente a ñor Soledá-. No había más
camino que seguir: irse al padre Yanuario; mediante él podría obtener lo que
deseaba: ¡Era el clérigo tan bueno!: un paño de lágrimas para los necesitados.
Cuando chiquillo muchos medios le dio y siempre que lo topaba por la calle
decíale: -Ydiáy José Blas. Me voy a morir sin verte casado.
Y sin más ni más, aquel
domingo se dirigió a casa del cura. Entróse el Moto por el portón de la calle,
cruzó el patio empedrado, echó una ojeada a las trojes repletas de maíz y
frijoles, a las pocilgas llenas de cerdos -fruto de las primicias- y a los
corrales, oscuros por el sinnúmero de aves que había; llegó por la cocina, tuvo
algunas palabras con mana Silvinia -beata al servicio de don Yanuario- y supo
por ella que el cura estaba en la sala y su hermana en la iglesia. José Blas
discurrió entonces de puntillas por las habitaciones interiores y tocó la
puerta que daba al cuarto del Padre.
-Upe, upe, tata-padre -habló el Moto, impresionado
no poco y con un friecito que le subía de las piernas a las caderas.-Adelante, -respondió don Yanuario dirigiendo la vista por encima de los quevedos y fijándola en la puerta entornada ya por el Moto, quien se entró diciendo:
-Bendito, alabado sea
el Santísimo Sacramento del altar; buenos días le dé Dios tata-padre- y
poniéndose de rodillas besó la mano del cura.
El cual contestó:
-Así los tengas, hijo;
que Dios te haga un santo- colocando una cinta de señal en la página de su
lectura interrumpida de la Biblia.
Hizo crujir el sillón
al dar la media vuelta sobre el asiento y como pudo acomodó el rollo de sus
carnes.
El padre Yanuario era
un misacantano de esos que se hacen estos cargos:
"Barriga llena,
corazón contento y de ahí, vayan a la trampa ilustraciones y literaturas. Deme
el Señor suerte, que el saber nada me importa; sepamos vivir como Dios manda y
San Se Acabó.
Por lo demás su vida
regalona podía resumirse así: levantarse tempranito, tomar leche al pie de la
vaca, comer mucho, pero mucho; cristianar, casar o expedir el pasaporte para la
otra vida a quien lo necesitase; darse una vuelta por sus hacienditas, leer una
vez perdida y estar en la tertulia con don Frutos, el cuartelero y demás
yerbas. Por toda sabiduría, sus refranes y unos adocenados latinajos.
-¿Y qué viento te ha echado por aquí? -preguntó al
Moto, quien ocupaba una silla con los brazos cruzados y el sombrero a los pies.-Pos cosillas que nunca faltan.
-Vamos a ver: algo te traés, porque un color se te va y otro se te viene a la cara.
-Pos es el caso que yo vengo a decile una cosa que ya días me tiene molesto.
-Afuera lo que traigás en el buche: para eso vivo en el mundo, para servir a quien me necesite. Ya se me pone, que no hay ni enredo... alguna noviecilla te ha hecho perder el tornillo.
-La verdad dice, tatica. Yo como no tengo en el mundo más amparo que el Señor, se me ha metido agora en la cabeza casarme -primero Dios y María Santísima- con la hija de ñor Soledá.
-¡Ajajá! con que a esa le has puesto la pista.
-A la mesma.
-Pero hay que amarrarse los pantalones con esa pieza de Judas.
-Sí padre. Pero a usted le consta que yo pa picar un trozo de leña -es feo decilo- me sobran fuerzas; pa esmatonar o paliar -aunque es mala la comparación- me ando en un pie; tengo mi yuntica de bueyes sardos y pailetas aperaditas y más que todo, Cundila me quiere mucho, pero muchísimo. Ella en sus rezos pide a Dios que me vaya con bien tuitico y otro tanto hago yo.
Cuando hubo concluído,
creyó hallarse en el aire; no se atrevió a mirar de frente a don Yanuario;
¡cuánto dijo en un momento! Paseó entonces la vista por los armarios que guardaban
las ropas y dinero del clérigo, los libros de consumo con el oficio, las piñas
y cohombros esparcidos por las mesas, hasta que el padre Reyes se puso en pie,
de cuerpo entero, un tanto echado adelante por la doble carga de la joroba que
a las espaldas tenía y del abdomen extraordinario que le colgaba. Y continuó:
-Así me gustás: siempre hombrecito. Yo andaré todo ese asunto: dormí tranquilo,
que San Cayetano mediante, de aquí a tres días se ha resuelto la cosa.
-Bueno Padre. Dios se
lo pague. Hasta más lueguito -concluyó el Moto, besándole otra vez la mano.
-Sí, hasta que Dios
quiera, niño- dijo don Yanuario, cerrando la puerta y yéndose a ocupar el
sillón, donde, un cuarto de hora después, resoplando como un fuelle y
teniéndose la papada con una mano, dormía a pierna suelta.
IX
Yo tengo mi
perro negro
negro como un sapoyol
que se metió a tu casa
a comerse el mistayol.
negro como un sapoyol
que se metió a tu casa
a comerse el mistayol.
El cual perro se
llamaba Singo e iba pocos pasos adelante del Moto. Era una mañana friísima de
diciembre y el cielo aborregado hizo pensar a José Blas, como a la generalidad
de los campesinos, en el anuncio de un temblor. La noche pasada le ordenó don
Sebastián que fuese a los Horcones, a traerle el potro azulejo que ya días no
se montaba. Iba pues con una coyunda en la diestra, subiendo pian piano el
repecho de la montaña del Salitral. Al pasar por los potreros había quitado los
bueyes de donde estaban echados, para acomodarse él entre el pasto calientito y
atenuar así un poco el frío.
Ahora llegó a la
cumbre, echó un vistazo a las pocas casas del barrio agazapadas entre el
follaje y lanzó a los cuatro vientos su famoso güipipíaaa, que el eco repitió
por el tronconaje de los árboles hasta llegar al pie del monte.
El asendereado mancebo,
con el pensamiento fijo en Cundila, seguía a mal traer. Descendió la cuesta y
al pensar en los pasos dados con el Padre Yanuario, una idea se le escapaba y
otra se le venía.
-¿Qué irán a decir los
tatas? -habló recio y como desahogando su pasión: ¡lo que le habría cantado mil
veces a su novia, si las costumbres se lo hubiesen permitido!, agora cuando el
Padre Reyes les diga lo que he pensado, ¿qué cara irá a poner ñor Soledá? Ña
Miquela bien la conozco y estoy seguro de que me quiere. Yo no tengo reparos:
si a picar un trozo de la montaña me ponen, lo hago como beber agua; Cundila ya
va a cumplir los veintiuno de esigencia y cuando voy por el riu y onde quiera,
me ha dicho que a ella le dita ser mi esposa. Contimás agora que padrino me va
a dar en arriendo un cercadito de los dél, como quien dice, un solar primero y
una casita endespués. Yo por ella lo hago todo; bien sabe Dios que ella a nadie
quiere más quiamí, como lo puede probar Gabriel. Conque si el padre Yanuario me
anda hoy el asuntico y sale bien, ¡ánimas benditas que sí!, a la tarde voy onde
Cundila y diuna vez me hablo con los tatas pa´cordarnos cuando se ha de hacer
el casamiento. Tirando algunos cárculos, diaquí a marzo estoy casao, si no me
he muerto.
Esto y más se revolvía
en la cabeza del Moto. Había pasado aquella región de Patarrá que cruza y
entrecruza el Damas; subió en seguida por una ladera y pronto estuvo en los
Horcones.
Con unos cuantos gritos
puso al azulejo a dar vueltas. El bruto con los ojos saltados y lucio de puro
gordo, azacatado, con las crines hechas una maraña, piafó sobre el suelo,
dejando escapar unos relinchos que parecían decir: "patitas para qué te
quiero", y arrancó veloz.
-Correee, correee
-bramó José Blas a lo lejos-que ya te habís de cansar; parece que nunca
hubieras visto gente.
Hizo varias tentativas
para enlazarlo: pero todo en balde. Por fin en una lazada que vino y en otra
que fue, quedó amarrado el azulejo por el cuello y mitad del pecho. Mas, ¡oh
barbaridad!, el caballo, hecho un demonio, al sentirse prisionero, dio corcovos
y sacudidas.
El Moto -modelo del campesino
que prefiere morir antes que cejar su empeño- viéndose casi perdido, con las
manos sobadas y en sangre, arrolló la cuerda en un brazo, pero el bruto siguió
recula que te recula.
No hubo remedio, en un
tirón que dio, José Blas se fue al suelo y arrastrado por el caballo, las
espinas del potrero arañáronle la cara. Hizo un segundo esfuerzo.
-No faltaba más, darle
yo gusto a un alunado ruco -dijo el Moto- y cruzóse la soga por mitad del
cuerpo para así tener más apoyo con las piernas.
El Singo se guindó de
las narices del potro y éste no hizo más que revolverse y desbocarse a la buena
de Dios. El Moto atado por la cintura iba casi en el aire; aquí recibió un
golpe en un muslo, al darse contra un tronco, ahí un batacazo contra una
ondulación del terreno; allá de cabeza cayó en el Damas para salir en seguida
hecho una sopa, goteando sangre de la nariz, sin sentido, descuajaringado el
cuerpo por la molida de las piedras.
El ajetreo había sido
extremado; el bruto con la panza dilatada buscó la sombra de un árbol y se
limpiaba el hocico, metiendo la cabeza entre los brazos, minutos más tarde.
X
¡Está visto! -rugió en
la tarde de aquel infausto día don Sebastián: -este Moto lo que merece es una
pela de las que saben. Vean las horas que son y no parece con el azulejo.
Al cual aguardaba don
Sebastián para recortarle las crines y dejarlo como nuevo para el día de sus
bodas.
Vuelto un energúmeno con el retraso de José Blas,
salió echando chispas por los ojos a la casa de la madre de Panizo, a la cual
dijo:-Si está Grabiel, mandámenlo.
En dos trancos se puso
Panizo a sus órdenes.
-Andá a los Horcones y
ves qué le pasa a José que no llega.
Y corre que te corre
fue a cumplir lo dicho:
-Allá está el potro,
¡él me ha de dar cuenta! -habló Panizo cuando lo vio en una planada del potrero
ramoneando muy tranquilo.
-¡José Blas! ¿Qué es
eso, hombré? Ñor Sebastián está muy bravo. Vámonos -insistió Gabriel mirando a
su amigo oculto entre el zacate y con la posición de quien duerme
incómodamente.
-¡Qué aigriada se va a
dar, allí tirao tan a la pampa! -prosiguió Panizo, quitándose su chaqueta, le
abrigó la nuca.
-¡Santo Dios!, si José
está hecho una lástima, -e hincando las rodillas, por un sudor frío bañado,
examinó el cuerpo de su amigo: la cara ensangrentada, desfigurada, con una
herida en la cabeza y las manos y los pies llenos de arañazos y lo peor, una
calentura en que ardía todo él.
Y llevándose ambas
manos por delante de su boca, rezó un credo a la finada Colasa, para que ella
desde el cielo mejorase a su hijo.
A pesar de los ayes
lastimeros de José Blas, su amigo le alzó por peso y echó a andar, con permiso
por supuesto del Singo, que un poco refunfuñón le siguió paso a paso, con el
rabo entre las piernas, hasta llegar a la casa.
-¡Vean lo que conviene!
No hay caso: en su libro estaba escrito -decía una hora después don Sebastián,
cuando Panizo vino a contarle lo ocurrido y a avisarle que se dejaba al Moto en
su casa porque era imposible traerlo hasta la de su padrino.
Y el viejo sin echar
una lágrima fue a ver al herido, alegrándose de encontrarse, gracias al
caritativo Panizo, libre de las molestias y cuidados consiguientes. ¡Bonito
estaría él, cuidando enfermos, en vísperas de su casamiento!
La noticia de lo
acaecido al Moto, corrió al día siguiente de boca en boca, arrancando
expresiones de dolor a cuantos la recibían: -¡Pobre José Blas, yo creí que su
sino era más favorable! -exclamó don Frutos. -¡Tan inteligente el muchachillo!
Entre los de su edad fue el primero que aprendió la cartilla.
-¿Si no se persignaría
Blas antes de irse? ¿Quién sabe a qué santo se encomendó? -apuntaba apesarado
don Yanuario.
-Pero vé, Soledad, cómo nadie está a salvo de una
desgracia: diz que al ahijado de Sebastián lo maltrató un indino caballo ayer:-Chi, chi, chi... Posible... Hágase tu voluntá Señor, así en la tierra como en el cielo.
-Pero ya ve... -interrumpió doña Micaelita anegada en lágrimas -lo que conviene, viene: pa la suerte y pa la muerte no hay escape.
El corazón se lo
avisaba cuando llegó Gabriel y le dijo:
-Cundila, José está impedío... Muy grave... pida a
Dios por él.-Y eso de quéeee... no digás esooo...miráaaa...ingratísimo- vociferó la moza corriendo detrás de Panizo, el cual dio la noticia y se largó.
-¿Será posible?...¡Dios libre! ¿Y agora qué hagoo?-; mesándose el cabello se llevó en seguida las manos a la cara y soltó unos gritos de dolor.
Con el pelo destrenzado
y caído en desorden por la cara y el cuello, con los párpados hinchados se
presentó ante Chon. La india la recibió con estas palabras:
-Niñá, te me has parecío a la Llorona, así como
venía. Mirá lo que hace Dios, tu negrito crespo iz que lo escuartizó un
caballo.-¡Por José lloro y nada más! -zumbó Cundila, con aspecto huraño y dando un golpe con el pie. -Bien sabe Choncita cuánto lo quiero. ¿Se acuerda lo que de él he dicho? ¿Se acuerda cuando viene con el diezmo, lo contento que se toma l'agua dulce que yo le tengo lista? Y en las tardes... cuando la molida en el trapiche... Y en el fandango... y agora qué hagoo... ¡oh Dios tan ingrato! Vea Chon, parece que yo era sabia: el corazón no me cabía en el pecho de un gran susto...:desde que llegué al río, un grillo estuvo gritando pero muchísimo y al motete de ropa llegó una gran paloma negra.
-¡No digás eso, hijitica! Mana Miquela y yo no jallábamos qué hacer con unas tortolillas, que por los mangos del cercado cogieron un cucuuu, cucuuu, que partía el alma.
Y ambas encendieron una
vela, rogando a la Negrita de los Ángeles, para que mejorase al Moto.
XI
El cuartito de paredes
bajas y ahumadas, recibía la luz por una ventanilla abierta en el fondo y que
daba a un potrero.
En un camastro de cañas
cubierto por un cuero de buey, se hallaba arropado en su cobo el Moto. Junto
con él, respirando el aire tibio de la pieza y esbozadas apenas en la sombra se
distinguían la madre de Panizo, alerta a lo que pidiese el enfermo, la india
Chon sentada en su banquillo y Cundila a la cabecera de su novio.
Con ser el mediodía y
so pretexto de buscar una gallina que dejaba los huevos por el monte, ambas
hacían aquella visita furtiva a José Blas, aprovechando también las navidades
tan frecuentes durante el mes de diciembre y que ahora caían silenciosas sobre
la vega. La impresión de Cundila es honda cuando ve a José Blas en tal estado,
se llega al borde de la cama, castamente le huele y toca, le anima para que
hable, le nombra cien veces a su Cundila y el mozo, sin pizca de conocimiento,
ajeno a todo lo que lo rodea, suelta palabras incoherentes -fragmentos quizás
de recuerdos muertos-, se fatiga y prorrumpe en quejidos.
-Cundila, si partía el
corazón velo como me lo trujo ayer Gabriel: le lavé con agua tibia toda la
sangre y le puse el vestido más limpio de mi hijo, Ñor Inocencio le sobó una
pierna y ¡oh, gritos daba esta criatura, por Dios Santo! El tata padre mandó
muchos remedios.
A cada explicación de
aquella buena mujer, Cundila contraía el semblante, como si algo muy doloroso
le sacasen de adentro, y los lagrimones -amargos como su desventura- bajaban
hasta sus labios.
-Sí, pero se mejora, ¿no le parece? -observó
Cundila.-Puede ser, hijita; renco tal vez queda y lo peor es que el padre Reyes asegura que seguirá ido de la cabeza.
-¿Trastornao?
-Así es hija.
Y Cundila, sin chistar
palabra, se mantuvo con el índice de una mano sirviendo de broche a sus labios
que no se movían, la cabeza inclinada, turbia la mirada y con toda la actitud
de quien siente el atropello de los recuerdos y el vacío de una esperanza que
fenece.
Al despedirse, Cundila
acercóse al Moto y trazando sobre la frente calenturienta del mancebo la señal
de la cruz, lo encomendó a Dios. Las navidades habíanse contenido en lo alto de
la colina y de las praderas rociadas por aquella delicada silampa, se levantaba
un vapor caliente cuando el sol caía a plomo.
Cundila y Chon
salieron, pues, de la casa. Era la una de la tarde y los peones estarían
aguardando la comida.
La joven casadera, con
el con el corazón transido, andaba, no con el movimiento de ancas, la gallardía
y el retozo de otros días, sino con el aire distraído, indiferente a lo que
veía.
Era su pensamiento
único, la suerte infausta de José Blas. ¡Del pobre Moto, a quien no volverá a
visitar ¡
Pasaron los días y la
moza sintió en su ánimo la inquietud desesperante de un amor que se escapa,
para dar cabida a un sentimiento que nace: el de la compasión.
XII
-Hombré, como que oyí no se onde, que mano Sebastían se casa
con Cundila, ¿ Vos qué sabés d`eso?
-Asina corre el cuento.
La verdá es que dende que le pasó el percance a Blas, yo no he vuelto por
aquellos laos-contestó Panizo.
-Ya vés lo que es ser
tercío. Al Moto no le conviene casase con esa muchacha.
-Esta perdido. ¿Qué
tal? ¿ Con mano Sebastián pidiendo a Cundila, quién se tiene?
-Bien conoció lo tenés,
que nosotros podemos querer mucho la novia, pero si a un viejo de estos se le
antoja casase con ella, no hay tu tía; no le queda a uno más recurso quecon
ella, no hay tu tía; no le queda a uno más recurso que safase, aunque uno sea
rico, trabajador y que tenga el Catón necesario. Blas me laha dicho siempre:
“si me quitan a Cundila, no hay más que irse”.
-Pos es claro. Y diay,
¿ qué le pasó a Ismel, el de mana Alifonsa? que pidió una muchacha y se la
negaron, porque no era un hombre, ni tenía el juicio y cárculo de viejos. Y a
todos esto, iz que los novios van a ser de mucho rango.
-Sí, mamá me contó que
aquello parece un avispero, por el trajín que hay.
Este diálogo de ambos
individuos, era punto menos que general en todo el barrio. Ya de paso o en
vista ex profeso, los comentarios eran palpables. Aquí que : “¡acharáa tan
guapa muchacha p`un viejo!; allá que : “Cundila se compuso llevándose un
señorote como don Sebastián”.
¿Y el Moto? Desde la
primera semana de su enfermedad apuntaron algunos vislumbres de razón: luego
mejoró rápidamente, gracias a los exquisitos cuidados de la familia y un mes
después de su desgracia, preguntó a su amigo por Cundila. No fueron pocos los
apuros del pobre Panizo para ocultarle la verdad e impedir que llegasen al
enfermo los rumores que corrían por el pueblo.
En uno de los primeros
días de enero, don Soledad llamó a Cundila para decirla:
-Te hemos busca opa
esposo a Sebastián: el veinte se casan.
-Sea lo que Ud. Diga,
tatica-aprobó Cundila-con aquella sumisión que constituye el carácter saliente
de la familia de antaño.
¡Así eran aquellos
benditos tiempos y costumbres! Con esta resolución Cundila, por de pronto,
quedose perpleja. Más tarde un pensamiento lo consoló: ¡ Blas se quedría,
seguro, con don Sebastián! ¡ Lo cuidaría como a un niño y mucho, ya que el
estado de su espíritu así lo exigía! Esto guardaba pues de su amor: extremada
compasión por José Blas.
A pocos pasos de la
hija siguió doña Marcela y en conversación con su marido se dijeron:
-Como el día del
matrimonio está cerca, es bueno que te busqués unas mujeres que te ayuden.
-Si viejo, ya mandé a
Rafaelito a buscar aquellas cartagas, que iz que son de lo mejor pa eso de
novios.
-Agora que me acuerdo,
mañana voy onde la familia de Sebastián
a dar “el parte”
-También hay que
encargar a Cartago, cinco docenas de platos y cucharas y di`una vez, algunas
docenas de tortillas bien aliñadas pa la gente de copete que venga.
Dicho esto, el par de
cónyuges se retiró.
Muy avanzada iba la
mañana del siguiente día, cuando el novio se encaminó a San José, a buscar la
ropa adecuada a la condición de su prometida.
Muchos-entre ellos el
Alcalde y el Cuartelero-habían deseado que se alquilase a la señora Berta un
vestido de pursiana o de gasa que adrede tenía para esos casos, mas don
Sebastián que en punto de orgullo era extremado, prefirió comprar en la tienda
de don Maurilio esquina opuesta al antiguo Mercado-hoy parque Central-unas
enaguas altas con tres guardas coloradas y otras oajacas, también de tres
guardas azules a cuadros rojos, una toalla con crespones y una camisa semejante
al corpiño actual, sin dobleces y con randas en forma de encaje o de patas de
gallo. Los padrinos serían una hermana de don Yanuario y el Alcalde, personas
ambas, que por su puesto y lustre darían más realce a las bodas.
Por lo demás, en casa
de Cundila, todo era preparativos: ya contaban degollados tres terneros y
cuatros cerdos: las cartaginesas componían, con el gusto exquisito que las
caracterizaba, los lomos, lechonas, rosquetes, picadillos, y frituras.
Los parientes del
novio, luego que daban los parabienes a la nueva pareja, dejaban su regalo de
boda; aquellos una pañuelada de huevos, estos un par de pollos cañamazos o una
marranito y cuales una canastilla de bizcochos.
XIII
Amaneció por fin el
veinte de enero. La noche anterior había sido de silampa densa y el cielo
apareció encapotado.
Corrido un buen trecho
de la mañana, dos nubes se abrieron a modo de paréntesis y el sol se descubrió
colorando la extensión campestre.
Las montañas del
Sur-que en las tardes de julio presentaban un turquí intenso y en las noches un
color de negro humo acentuado-ofrecían entonces un paisaje raro: los montecillos
echados uno sobre otros parecían escalas para llegar a la cresta; las copas
verde-oscuras de los árboles semejaban-vistas de lejos-ondulaciones que morían
en la cumbre; detrás de la montaña dos magníficos arco-iris derramaban un a luz
celeste clara y uno rosado velo tendido sobre la ladera completaba la vista.
La pareja se dirigía ya
a la emita: don Sebastián, delgaducho y tieso como una caña, lampiño, con sus
pantalones de mandil, su cotona de jerga
limeña y su guacalona prendida a la banda roja que cruza su cintura; Cundila,
bien trajeada, coloradita como una acerola, con unos senos de conformarse
apenas con el olor, un cuerpo de ver y desear y toda ella, como Dios quiso que
fuera.
Cuando el momento de
entregar las arras llegó, don Sebastián sacó del bolsillo con sus manos
callosas, trece monedas ensartadas en una cinta y repartidas en reales y medios
escudos.
El mueble aquel, de
anchísima tabla puesta sobre patas cuadradas, se lo tenía en medio de los
bancos, como el mejor de la sala y se llamaba-según don Soledad-el estrao.
Encima de este se alzó el tálamo. Ahí subieron el padrino, la madrina, los
desposados, don Frutos y los más lujoso del acompañamiento; el resto ocupó los
lugares bajos. Después de rezar en alta voz y en coro el “Padre Nuestro”, don
Yanuario se sentó en extremo de la mesa y sin cumplidos puso las manos en el
cuerpo doradito de una gallina y abriéndolo buscó la higadilla y las partes
menudas.
Mientras los comensales
saboreaban aún el huevo, ya el fraile tocinudo, el bendito clérigo de misa y
olla, habíase dedo unos atracones de picadillo y tortas.
-Traeme un poco de
tibio-ordenó a la sirvienta-y sacando del bisunto bolsillo de la sotana un
negro y labrado coquito, con borde de oro, siguió:
-Aquí que me lo echen,
tomá;
Concluido el almuerzo
cada cual cogió su potro y montó sobre un aparejo; la novia se acomodó en un
sillón forrado en pana roja, rodeado de barandilla adelante y atrás y por
estribo tenía una tableta. En grupo cabalgaron hacía la casa de doña Benita,
donde se les recibió con música de cuerda, papín cortado y conserva de
Chiverre.
Al caer de la tarde,
don Soledad Guillén sólo pensaba en los trabajos del siguiente día.
Los novios se
instalaron en uno de los cortijos de don Sebastián y los asistían los padrinos,
quienes, ya entraba la noche, se retiraron no sin haberlos antes conducidos al
lecho nupcial e indicándoles las múltiples obligaciones que ambos llevaban al
nuevo hogar.
XIV
La esquila de la ermita
tocaba a la oración. El padre Yanuario, con las manos sobre la barriga, se
hallaba muy tranquilo en el umbral de la Capilla, como contemplamos el cariz
luminoso de aquella tarde veraniega, cuando se llegó a él un mancebo macilento,
a quien saludó diciendo:
-Hola José Blas;
¡cuánto me alegro de verte! ¿ Con que ya estás bueno?
Hoy me levanté y aunque
Panizo no quería dejarme salir, me le escapé esta tarde pa venir hablar con Ud.
Dígame, -porque me muero por saberlo-¿ qué hubo del asunto que tratamos hace días? –apuntó el Moto con voz
apagada.
-Hijo mío; no te aflijas.
Nosotros proponemos y el Altísimo dispone. Secundila es hoy la esposa de tu
padrino.
-¡Ella!...¡Se
casaron!...¡ No te puede ser!
-Es cierto, pobre José
Blas.
-Siii…¡¡ah!!, maldito
azulejo…¿ Onde estás Gabriel mentiroso?...No hay más…no hay más…-rugió con las
manos temblorosas en puño, sacudiendo obstinadamente la cabeza.
-No hay más que
resignarse, hijó.
El Moto no replicó: un
profundo sollozo salió de su pecho; quedóse inmóvil un instante y luego se
alejó lentamente.
-¿Dónde vas?—le
preguntó don Yanuario.
- A las Salinas…al fin
del mundo…pa no volver.
¡ Adiós, padre!
Y la campana con su
alegre repiqueteo parecía responder al último ¡adiós! Del Moto, el cual
claudicando de la pierna derecha partió al acaso, sin rumbo, sin volver la
cabeza: iba abrigado en las sombras de la noche, por entre la red de veredas,
al través de ptreros y cercados.
Desamparados,
enero de 1900.
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